Recuerdos de un caballo de ajedrez desbocado.
Pido
de antemano perdón por si alguna vez resulto necio, irreverente, o
descolocado en el tiempo (que espero sea futuro), pero veréis: A un
tipo como yo, cuyo primer recuerdo con tres años es amarrado con
cuerda larga por la cintura a un árbol gritando “mamá” irritado
y extendiendo los brazos hacia la que cruza la carretera peligrosa
para lavar en la fuente de un semiarrabal del Madrid del setenta y
uno (respiración), hay que absolverle de poco tacto.

Humor
ácido. Ácido y desconcertante que a veces exasperaba (zen puro) y
que él lanzaba despiadadamente a la cara de todo aquél que osara
preguntarle algo. Si querías saber la hora, decía: “Las tres
menos cuarto.” “¿Eh? ¡Pero si está oscureciendo!”… Siempre
era igual. No había forma… “Papá, ¿qué hora es?”… “Las
tres menos cuarto”… ¡Y lo decía mirando el reloj, el hijo de
puta!...
Sí…
me acuerdo… Aquellas tardes noches de verano caía el sol rojo y
tranquilo hacia el final de la calle a la par que caían los hombres
en las tabernas. Fuera, las mujeres-madres, comparaban a sus retoños
en el banco, bajo la cúpula verde y fresca… Era entonces cuando
acaecían las preguntas folklóricas: “A ver, niño, ¿tú qué vas
a ser de mayor?” Mi hermano, algo menor, menos ensimismado y más
despierto, atacaba con valentía y abnegación: “¡Bombero!...
¡no!, ¡torero!”… “¡Óle!, ¿y tú, Fernandito?” ¿Yo?
Pantaloncillo corto, mirada en el suelo y puchero en boca, yo nada.
“¡Pero chico!” Decía mi madre. “¡Tienes que decir algo!
¡Mira tu hermano!, ¡Di algo!” Pero yo nada. Que no y que no.
Ambición cero. Al final, quedaba la cosa en risas a costa del niño
que barruntaba la amargura venidera.
Y
no pudieron a mí nunca doblegarme con ese jueguecito que se repetía
por tradición porque yo, tan pequeño, era un experto con lo poco
arriba que me encontraba en mantener la atención apuntando hacia
abajo. De modo que soy un hombre realizado. Nada quería y nada he
conseguido. Sin destreza en oficio declarado. Ahora, mediado el
tiempo, mirad: para mi vergüenza escritor (al menos en la práctica),
por tener que bajar al sótano con la cabeza gacha para mostrar la
intimidad de mis trasteros. Pero está bien que así sea; porque todo
arte ha de ser autobiográfico; ¿cómo si no?... Es por este camino
que he llegado hasta aquí. Después de recorrerme los mil y un
empleos huyendo de la especialización. Historia demasiado extensa
como para ser narrada incluso aún en novela. En este momento, con
cuarenta más o menos; solo, un poquito cansado, apago y marcho de la
mano del subconsciente hacia el país de los sueños; justo ahora que
son, las tres menos cuarto.
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