Cien cuadros de Pepe Buitrago para Pedro Páramo de Rulfo.
Una de las series
menos conocida del pintor manchego Pepe Buitrago la tituló Cien,
cuestión de límites. Se trata de la composición de cien
cuadros que en 1990 realizara el artista de un tirón mientras leía
y releía la importante novela Pedro Páramo (1955), del
escritor mexicano Juan Rulfo. En un mano a mano dialógico, Buitrago
se faja probablemente con una de las novelas más renovadoras en
lengua castellana del siglo XX. Traduce con gran eficacia y
sensibilidad el complejo texto (por sencillo y evanescente) de Rulfo
a texturas metafísicas con pigmentos, a veces con hologramas
incrustados y/o materiales de residuo reciclados en una composición
matérica, otras veces iluminados con neones o chapas metálicas
estañadas.
Traducir en arte,
sobre todo si el arte es mayor, equivale a pensar de nuevo la obra.
Supone, además de interpretarla críticamente, vaciarla en un nuevo
género de expresión estética. Hay muchos ejemplos de lo que
estamos diciendo, con dos será suficiente para entender la
envergadura de la serie de marras: el compositor austriaco H. W.
Henze, tradujo magistralmente al lenguaje musical Las Bacantes
del dramaturgo griego Eurípides en la ópera Die Bassariden,
y, el poeta exiliado de la generación del 27, Juan Larrea, realiza
la primera crítica exegética del Guernica de Picasso en un
insuperable poema en prosa. Sí, Pepe Buitrago es un pensador que
detiene/critica la modernidad de occidente en sus cuadros, ora
plegándola, ora desplegándola.
En un cuadro, La
imagen que refleja la imagen de quien la contempla (2000) con
papel aluminio y acetato, cuyo título está escrito more concepta
al calce de un busto obscuro podría resumir su pensamiento (propio
de un iconódulo del siglo VIII, o heterodoxo Nicolás de Cusa
renacentista que sentencia: el cuadro al mirarnos nos otorga el ser…
y, por supuesto, de un hologramático contemporáneo). Sus cuadros
siempre dan que pensar: interpelando las escurrajas existenciales del
espectador, conminándole a apechugar con perplejidades que liquidan
lugares comunes.
Con Cien,
cuestión de límites, Buitrago reinterpreta plásticamente, a lo
largo de cien cuadros (de aproximadamente 40 X 30 cm.), la obra
maestra de Juan Rulfo Pedro Páramo que escribió y corrigió
a lo largo de más de una década. Su expresión literaria fue tan
original entre los países de habla hispana que escapó, por fortuna,
de la nómina del denominado boom de la literatura
latinoamericana. Muchas de las obras señeras de ese fenómeno
editorial han perdido interés –sobrepasadas sus coyunturas
sociopolíticas– mientras que el texto rulfiano continúa
inmarcesible en su expresionismo metafísico, con su intermitente
pero seco lirismo poético, en fin, cuanto por su mundo moridor de
latitudes infernales requemadas en el calín de sus figuras
fatamorganíticas.
Si en la Divina
Comedia se desplegaba en tres planos la cosmovisión dantesca,
para el marco tumbal de Rulfo, en su antinovela, se resuelven los
tres planos en uno: el infierno donde nada propiamente empieza ni
acaba, donde todos despiertan a la muerte o se sueñan penando por
entre las calles y paramentos de Comala: la región más evanescente
jamás contada. Paradójicamente, y en esto estriba quizás su
maestría, Rulfo consigue tal fantasmagoría con una metafísica
de arrabal que el Joven Borges suscribía con gran resolución
filosófica en el Tamaño de mi esperanza, y, William
Faulkner, ponía en rotación con un lenguaje sureño y vernaculista.
El lenguaje que Rulfo burila y decanta se amexicaniza por momentos,
pero no cae nunca en un mexicanismo folkways; es tan
aquilatado su estilo que se arraiga en una región pero al mismo
tiempo, vuela hacia el murmurio, expresa los elocuentes silencios de
una mística moridora (y no necesitamos citar a Wittgenstein para
hablar del arte del acallamiento).
Antes que
representar la proverbial afición a la muerte de los mexicanos, la
novela de Rulfo, realiza una de las más cáusticas críticas a la
modernidad y sus anestesias eutanásicas poniendo de pie un
contramundo interminable de vidas agraviadas, una procesión de almas
en pena sin resurrección posible. En el cuento Der Bau (La
Cueva, se ha mal traducido) de Kafka, es un solo personaje que
malvive en su tumba subterránea –valga la redundancia– que él
mismo diseñó y construyó cerrada y camuflada para que nadie más
pudiera entrar; en Rulfo, en la Comala de su campo literario, son
todas las personas del género humano –valga la redundancia– las
que se sueñan, cual segismundos engañados, vagando por una luminosa
oscuridad, envueltos en una silenciosa mudez, bogando en una muerte
sin fin –pues los personajes de Pedro Páramo propiamente no
caminan en ninguna parte, hacia ningún lugar….–
El
pintor –es un decir, dado el cariz tecnológico de sus holografías
incrustadas o encastradas en grandes vidrios como en Nobody
expuesto en Espacio B en 2012–, Pepe Buitrago no ilustra
complaciente la oquedad vaciante de los muros de Comala, más bien
reacciona y confronta, en hosco diálogo, la visión nihilista del
sabio mexicano. Opone minuciosamente, artesanalmente compuesta con
implicaciones éticas, la serie Cien,
creando –no cerrando– nuevos espacios abiertos al tiempo. Sus
pequeños paramentos, guiñando el ojo, quizás, al mejor muralismo
mexicano, configuran una arquitectónica utópica, perfectamente
delimitada (de hecho el cuadro número 28 titulado Cuestión
de límites
da el santo y seña de la muestra que nos entretiene y también
proyectada en Espacio B en 2012) que sugiere los muros, calles,
habitaciones, techos, patios, el vacío del cielo azul, puertas
desportilladas, el camino a la eternidad, lienzo de piedra, paño
blanco de neblina, valle de lágrimas, incluso, el adobe de una
almohada o los vidrios empañados de las nubes espumosas... El poeta
Buitrago reacciona a las infames bellas perlocuciones Rulfianas
configurando plásticamente –con un dechado de heteroglosia
matérica: arcillas, lámina oxidada, maderas, clavos, vidrios,
yesos, luz fotónica– una utopía contramundana, de purgatorio
mejorador, a la maniera de interfaz barroca de la elipse
dantesca infierno/paraíso. Las locuciones pictóricas del manchego
inauguran nuevamente un marco plástico cuyo significado último es
–como en toda su prolífica obra– la interlocución dialógica
con el espectador, de compelencias éticas y estéticas, o mejor:
estéticas.
En uno de sus más
hermosos cuadros, Se interrumpió en el silencio de 1997 –en
su enormidad (160 X 200 cm.) podría ser un fotograma de Blade
Runner– se barrunta en los pigmentos arcillosos rojizos una
avenida mojada con lluvia ácida donde tilita con una intermitencia
holográfica, en perfecta escalera aúrica, la luz verdeazul de un
neón publicitario. Su insistencia en la incrustación de hologramas,
que despliegan el sentido del cuadro a otras dimensiones, convierten
a Pepe Buitrago en el único pintor español que trabaja ante, cabe,
con, desde, la última utopía científica que es la creación del
espacio/tiempo cuántico de la luz, el pliegue y despliegue azaroso
de una imagen reflejada por un láser, producida tridimensionalmente
entre espejos en su Der Bau alquímico, suspendido por
neumáticos de toda mundanal vibración.
Como
los buenos pintores, descendientes de Marcel Duchamp, hijos
del limo
que Octavio Paz endilgaba el tic moderno de la tradición de la
ruptura, en todas sus series, en el mismo virtual significado de cada
obra, Buitrago se pregunta, le pregunta al espectador, por las
condiciones de posibilidad de su ensayo, sobre los límites de
libertad acotados en su expresión artística. Ya no está más en
juego la representación de la naturaleza, sino la naturaleza de la
creación misma. Para contento de G. Deleuze ya no hay mimesis, tan
sólo pliegue y despliegue de texturas. Como Anselm Kiefer,
abstractiza metafísicamente la piel de sus lienzos que, insistimos,
son paramentos revestidos con materiales de residuo o sustancias
vegetales y minerales sin procesar. Y finalmente, para no concluir,
otra de las facetas idiosincrásica del arte de nuestro manchego más
vanguardista de los pagos ibérico-latinos es su afán
conceptualizador –de acendrada tradición conceptista barroca (no
vamos a citar a Góngora y su linaje)–. Al igual que Joseph Kosuth,
en numerosas obras, aloja textos literarios o filosóficos
descontextualizándolos de sus soportes originales. No en balde en
esta serie Cien, cuestión de
límites,
como muestra el catálogo que Karas Studio editó en 1992, cada
cuadro ostenta a modo de título una frase de Pedro
Páramo
de Juan Rulfo. Eso, que Pepe Buitrago, es un maestro de la tradición
de la ruptura, de esos que resisten en la modernidad, discerniéndola,
para que no se vaya de rositas…
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