Viaje al centro de la nada o Rothko, arquitecto

Viaje al centro de la nada o Rothko, arquitecto.

Este es el primer cuadro que vi de Rothko.
Sin título, óleo sobre lienzo, de 194,3 x 171,5 cm, pintado en 1953.
Pertenece a la National Gallery of Art de Washington, por donación de la Mark Rothko Foundation Inc.
Corresponde a su época de madurez, cuando su trayectoria pictórica estaba en pleno auge y había conseguido el reconocimiento internacional. En un momento en el que se le consideraba como algo sólido e imprescindible para explicar el arte del siglo XX.

Lo contemplé en el transcurso de la exposición que la Fundación Juan March de Madrid dedicó al pintor entre septiembre de 1987 a enero de 1988. Conocía este cuadro tiempo atrás, por su publicación en revistas y libros de arte, pero nunca lo había visto de manera directa como en aquella exposición. Fue en ella, y delante de este cuadro, cuando, en el transcurso de la multitud de visitas que realicé, (prácticamente lo examiné a diario), comprendí, admiré y me enamoré de la obra de Rothko.
En esas fechas, hacía seis años que yo había terminado mis estudios de arquitecto en la Escuela de Arquitectura de Madrid, y estaba imbuido de las doctrinas arquitectónicas de los grandes arquitectos del momento. Richard Meier con su construcción de blancos inmaculados; Peter Eisenman, con sus complejas modulaciones que, poco después, le llevarían al deconstructivismo; Mario Gandelsonas, con sus edificios de espacios imposibles y, sobre todos ellos, la arquitectura esencial del maestro de maestros, del padre de la arquitectura del siglo XX, Mies van der Rohe. Y fue estudiando la obra de éste último, cuando topé con la obra de Rothko arquitecto.

En ese momento, los recuerdos se me agolparon en la mente.

Después de la II Guerra Mundial, Estados Unidos recibió una ingente cantidad de emigrantes, entre los cuales se encontraban intelectuales, artistas y arquitectos, la mayoría de ellos procedentes de la clausurada por el nazismo Bauhaus alemana. Entre ellos, Mies van der Rohe, último Director de dicha escuela en su sede de Dessau. Desde el primer momento esta pléyade de intelectuales comienza a trabajar en distintas ciudades, haciendo de Estados Unidos el centro intelectual y artístico del mundo en aquellos momentos.
En el año 1954 la Corporación de licores Seagram encarga a Mies la construcción de un edificio que albergue su sede central. El rascacielos resultante, terminado en el año 1958, supone un hito de la arquitectura racionalista, convirtiéndose, desde el inicio, en el edificio de oficinas más emblemático de la ciudad de Nueva York.
Es en este momento cuando, en la planta baja del edificio, se crea un restaurante de lujo, el Four Seasons, para cuya decoración se llama a un pintor "expresionista abstracto" de la después denominada Escuela de Nueva York, llamado Mark Rothko, pintor de ascendencia judía y de origen ruso, afincado en Estados Unidos desde los diez años de edad, y que ha conseguido encumbrarse a lo más alto de la fama en el panorama artístico neoyorkino.
El contrato fue muy substancioso para la época y hubiera supuesto el espaldarazo definitivo para cualquier artista que se hubiera dedicado de manera exclusiva a la pintura, poniendo en la obra su alma y vida completas. Rothko así lo hizo, y sobre un máximo de siete cuadros (que hubieran sido los que cabían en el restaurante), pinta casi cuarenta. Para ello, toma como referencia el recinto de la escalera que Miguel Ángel diseñó para la Biblioteca Laurenziana en Florencia. Quiere crear el mismo espacio claustrofóbico, con huecos de ventanas tapiadas que ideó el gran artista del Renacimiento, lo que le supone un esfuerzo titánico.
Exhausto por este trabajo, inicia un viaje de descanso por Europa. A la vuelta del mismo, cena una noche en dicho restaurante. Desde ese mismo momento toma la decisión de renunciar a dicho contrato. Él mismo justifica esta decisión con estas palabras: "... nadie que coma y pague tanto dinero por una comida, podrá ver mis pinturas", y manifiesta a un periodista, "esperaba haber pintado algo que le quitara el apetito a cualquier hijo de puta que comiera en esas salas". A renglón seguido, devolvió el dinero que había recibido hasta entonces.
Lógicamente, los murales pintados encontraron posteriormente otras ubicaciones más acordes con su carácter íntimo, (una serie fue a la Tate Gallery de Londres; una segunda, al Kawamura Memorial Museum of Art de Sakura, Japón; y una tercera, a la National Gallery of Art de Washington), apartándolos así de la función decorativa que habrían tenido en el caso de que el contrato se hubiera cumplido.

Y ahora, con aquellas imágenes de lo aprendido en las clases de la Escuela de Arquitectura durante los años que estuve en ella, me encontraba yo delante de aquella obra, cuya observación tanto añoraba.
Ante aquella pintura participaba de sentimientos encontrados. Por una parte, un rechazo a la obra me pedía que me alejase de ella, que pasara de inmediato a otro cuadro, a otro, y a otro, así indefinidamente. Por otro lado, me atraía, sujetándome como una mordaza, con los pies clavados en el suelo, como diciéndome, quédate, no te muevas de donde estás, porque verás más de lo que ves a primera vista.
Al principio, seguí el primer consejo de mi subconsciente, y me aparté. No estaba tranquilo. La pintura me llamaba insistentemente. Había algo que me arrastraba otra vez a su presencia. No aguanté más.
Delante de aquel lienzo experimenté un cúmulo de sensaciones, emociones y estados de ánimo, como únicamente he experimentado delante de los cuadros de Velázquez o las pinturas negras de Goya en el Museo del Prado. Hasta que el cuadro consiguió doblegarme. Allí permanecí, sin noción del tiempo y sintiendo como aquellas superficies de color me envolvían, me subyugaban y se imponían sobre mí de una manera imposible de resistir. Estaba dentro del cuadro, podía participar de aquel espacio en tres dimensiones, podía andar, correr, cansarme y pararme a recuperar el resuello.
Salí de aquella exposición pensando que nunca más podría permanecer impasible ante un cuadro de Rothko. Me había enseñado a ver el espacio, los llenos y los vacíos, la alegría de la luz interna y el pesimismo de la oscuridad. Para mí, había conocido el trabajo de un gran arquitecto. Me lo reafirmó él mismo con la frase que pronunció en 1958: "He creado un lugar, mis cuadros no son pinturas".

Tiempo después, y en el transcurso de mi trabajo, he podido entender y apreciar el espacio de Rothko. Además de un fiel reflejo de una realidad física, imagen que se queda pegada en la retina, Rothko invita, continua e insistentemente, a participar con él en el espacio metafísico que está implícito en su obra.
No representa un espacio ocupado, sino la no-presencia, pero deja la libertad para que cada uno ocupe ese vacío, esa nada que él preconiza y plasma en su obra. Crea lugares donde, a partir del no-ser, originen una corporeidad espiritual que inunda y emociona. Por eso, los cuadros de Rothko, son intensamente espirituales. Invitan "al silencio y a la meditación". Son inmensamente religiosos.

Este sentido de la religiosidad, es una constante en su obra. Es su vuelta, repetida hasta la saciedad, a lo primitivo, a lo arcaico, al principio de todo. Rothko, no practicante de ninguna religión, busca en sus cuadros la esencia común a todos los hombres y culturas. De ahí, su pasión por el mito.
Así lo afirma en 1943, en una entrevista realizada por Sydney Janis a Gottlieb y a él mismo, bajo el título Abstract and Surrealist Art in América, publicada en Nueva York en 1944: "... Nuestra presentación de estos mitos, no obstante, ha de hacerse en nuestros propios términos, que son a la vez más primitivos y más modernos que los mitos mismos -más primitivos porque buscamos las raíces originales y atávicas con preferencia sobre la graciosa versión clásica, más modernos que los propios mitos porque hemos de redescribir sus implicaciones a través de nuestra propia experiencia-. Quienes creen que el mundo de hoy es más amable y más lleno de gracia que las pasiones primitivas y predatorias de dónde surgen estos mitos, o bien no conocen la realidad o bien no desean verla en el arte. El mito nos retiene, pues, no a través de su sabor romántico, no a través de las posibilidades de la fantasía, sino porque expresa algo real y existente en nosotros mismos, lo mismo que ocurría con aquellos que por primera vez tropezaron con los símbolos para darles vida".

Para Rothko, su pintura es lo sagrado condensado en un objeto. Una excusa para que el espectador, al enfrentarse a un cuadro, experimente las mismas sensaciones que él ha sentido al pintarlo, "el drama de la vida, la angustia, el éxtasis". Sin referencias, sin límites, la pintura trasciende el cuadro inundando el espacio circundante y, con ello, atrapando al espectador, haciéndolo parte integrante del hecho artístico. Es el tsunami de la pintura.

Rothko afirmaba que cuando la gente lloraba ante sus cuadros, experimentaba los mismos sentimientos y sensaciones que él había tenido al pintarlos.
La misma idea que perseguía al querer envolver en su pintura al espectador, justifica la dimensión de sus piezas, y aunque Rothko siempre detestó las masas de gente delante de un cuadro, (característica importante en los muralistas mexicanos, como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros o José Clemente Orozco, que tuvieron que ver bastante con algunos expresionistas abstractos), sí le cautivó el uso de la gran escala. Con ello, no perseguía llevar su arte a un gran número de personas, sino conseguir la intimidad con el espectador, adentrándolo profundamente en su obra. A propósito de esta idea, llegó a decir: "Si pintas cuadros grandes, tú estás dentro. No es algo que tú impongas".
Por ello, se ha dicho alguna vez que Rothko no pintaba cuadros, sino paredes. Lo que algunos no llegaban a comprender es que esa era precisamente su intención. Y lo hacía porque su fin era pintar cuadros que, en el fondo, nacen en un marco conceptual espacial que interactúa perfectamente en las tres dimensiones y, por tanto, crean el concepto de espacio propio de una síntesis arquitectónica. El propio Mies van der Rohe llega a la misma idea en el Pabellón de Barcelona, creado para la Exposición Internacional celebrada en el año 1929, con sus muros que articulan el espacio, haciéndolos opresivos, transparentes, circulantes, envolventes, consiguiendo que el visitante se sienta partícipe del entorno existente.
De ahí, además, su obsesivo interés en controlar y delimitar exactamente la disposición de sus cuadros en un medio expositivo determinado. Proyectando, construyendo, creando espacios, en definitiva, haciendo arquitectura, (para el Four Seasons, no pinta cuadros, está creando paredes que delimitarán las zonas que él cree que tienen que existir en ese recinto).

En la capilla no confesional realizada en Houston, por encargo del matrimonio Menil, y diseñada en colaboración con el arquitecto Philip Johnson (alumno de Mies van der Rohe), crea el recinto espacialmente perfecto para sus pinturas, potenciado con el carácter espiritual e íntimo de los colores empleados y dispuestos principalmente en trípticos, (recordemos que esta forma artística se origina en las tipologías clásicas vinculadas históricamente a temas religiosos). Su forma en octógono proviene del arquetipo más arcaico de un recinto sagrado, el crómlech, (forma estudiada exhaustivamente por Oteiza), donde los menhires, introducidos en el suelo formando un círculo, evocan la creación de un lugar sagrado que contiene únicamente la divinidad. Esta idea, a su vez, se refuerza con la iluminación cenital, única del recinto, y que resbala verticalmente sobre los cuadros, haciendo salir la luz interna que contienen.
Con esta capilla, Rothko crea un lugar, y este lugar es un templo. Siguiendo sus mismas palabras: "... llevo pintando templos toda mi vida, sin siquiera saberlo".

Mark Rothko fue un arquitecto abstracto, y para ello no hay que quedarse sólo con sus formas, rectángulos coloreados más o menos atractivos. Hay que intentar comprender y aprehender sus verdaderas intenciones, expresar algo superior, algo que trasciende el espíritu humano. Hacer "visible lo invisible", filosofía que animó siempre el quehacer artístico de Paul Klee, (pintor, profesor de la Bauhaus, a quien Rothko admiraba profundamente).
Después de un largo y arduo camino, consiguió la abstracción pura. Para ello tuvo que pulverizar inevitablemente la asociación entre sujeto y objeto, garantizando únicamente la trascendencia del tema en el tiempo. En 1943 afirmaba: "... Hoy, el artista ha dejado de verse encorsetado por la limitación de que toda experiencia del hombre se exprese por su aspecto exterior. Liberado el artista de la necesidad de describir a una persona en particular, las posibilidades son infinitas. La entera experiencia del hombre se convierte en su modelo, y en este sentido se puede decir que todo arte es el retrato de una idea".

El final de sus días se plasma con una claridad aterradora en sus últimas obras.
Rothko era judío no practicante, pero conocía muy bien la religión hebrea, (en su juventud acudía asiduamente a la sinagoga, destacando por sus dotes de orador, no exentas de polémica), aún así, el sentido religioso de su pintura fue acrecentándose cada vez más a lo largo de su vida. Sus últimos cuadros reflejan el alma desgarrada, la identidad aniquilada del hombre, (su interés por la condición humana es fruto de su inmersión en los textos de Esquilo, Nietzsche y Kierkegaard), la desrepresentación de la imagen, el vacío, el silencio, en definitiva la nada.
Su vida fue una incesante búsqueda de la esencia no concebida, del misterio del arcano, del vacío que deja Dios en su exilio. Porque su rostro es la imagen "del fondo sin fondo", como refleja Antoni Gonzalo Carbó en su obra El arte abstracto y lo indecible. El fondo abisal de la obra de arte.
Las Black Painting de Rothko son: El mar abisal de Dios; la última profundidad; la zona innombrable. Consiguen la oscuridad luminosa, la luz que no es deslumbrante, la luz oscura vinculada al súmmum sagrado. Dan cuenta de un Dios oculto, Dios del silencio absoluto "cuyo ser no se puede concebir sino a partir de las raíces huidizas de la Nada" (A. Neher. L'exil de la Parole).
Rothko había llegado al fondo, a envolverse de manera total en su pintura, a formar parte de ella. Sólo faltaba llevar la no presencia a sus últimas consecuencias, al despojamiento de su propia imagen como supremo hacedor de la obra artística. La presencia del artista tiene que desaparecer para que su obra alcance su máxima trascendencia. Tiene que llegar a su propio sacrificio. El rojo que tanto buscó en los frescos de Pompeya, lo encontró en lo último que vio: el rojo de su sangre.

En sus propias palabras: "Callar es lo más acertado".
"Desaparecer, es el final feliz de esta tragedia", diría yo.

¡Qué gran arquitecto perdimos aquel 25 de febrero de 1970!

Manuel Hernández.



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